No lamenté pasar junto a tí una noche mexicana, sino que estuvieras inconsciente y sin la certeza de que hubieras palpado o ignorado la vida que te circundó. Viviste más de 25 días y sus noches encamado tras el infarto cerebral que te aquejó. Mucho pasó mientras te sumergiste en tu pantano.
Te estimulamos de las formas más evidentes en que una familia disgregada y evasiva pudo realizar. Parece que no quisiste pelear o tu cuerpo te cobró la factura del descuido. El día que se te programó el estudio que refutaría o confirmaría la hipótesis médica de muerte cerebral, fue el día de tu fallecimiento real.
Real es una palabra poderosa, lejana al misticismo católico que nos infundieron en la familia, cercana a la percepción del aquí y ahora, de ese momento en que tu cuerpo despide otro olor y tu piel cambia de coloración y medio lloras porque estás en medio de gente extraña que no puede reconfortar tu dolor porque están postrados en su cama recibiendo cuidados de salud.
Tu estado de salud fue un proceso súper desconcertante porque no sabía cuán racionales o automatizados somos los seres humanos, hasta que tuviste ese accidente cerebrovascular, que se te muriera tejido cerebral, caí en la cuenta de que acciones tan sencillas como abrir y cerrar los ojos, retirar/acercar manos y cara cuando se te acaricia, son resultado de un cerebro que funciona en su sentido más básico. Ahí supe que el cerebelo te mantenía en la cama, apenas respondiendo a la máquina que te ayudaba a respirar: tu cuerpo de 78 años se rindió al punto de depender a la ayuda absoluta. De esos días caóticos recuerdo uno en particular, uno en que te dejaron sin sedación: acaricié tu cara, te hablé como a un bebé y tú lograste sonreir. Nos hicimos muy felices y este recuerdo aún me tranquiliza porque, aunque sé que mantuviste una lejanía emocional y física de nosotros, en el fondo, en lo más elemental de tu ser, ese cerebelo que guarda la memoria animal de aceptación y rechazo, pude reconfortarte.
Tu estado de salud fue un proceso súper desconcertante porque no sabía cuán racionales o automatizados somos los seres humanos, hasta que tuviste ese accidente cerebrovascular, que se te muriera tejido cerebral, caí en la cuenta de que acciones tan sencillas como abrir y cerrar los ojos, retirar/acercar manos y cara cuando se te acaricia, son resultado de un cerebro que funciona en su sentido más básico. Ahí supe que el cerebelo te mantenía en la cama, apenas respondiendo a la máquina que te ayudaba a respirar: tu cuerpo de 78 años se rindió al punto de depender a la ayuda absoluta. De esos días caóticos recuerdo uno en particular, uno en que te dejaron sin sedación: acaricié tu cara, te hablé como a un bebé y tú lograste sonreir. Nos hicimos muy felices y este recuerdo aún me tranquiliza porque, aunque sé que mantuviste una lejanía emocional y física de nosotros, en el fondo, en lo más elemental de tu ser, ese cerebelo que guarda la memoria animal de aceptación y rechazo, pude reconfortarte.
Tu ausencia me duele porque a pesar de que fuimos los grinch de la familia, ambos tuvimos una complicidad de amigos: éramos tan parecidos que, así como nuestros desencuentros nos alejaban, nuestra mutua admiración y cariño eran a prueba de olvido.
Hoy, a más de 150 días de que tu reloj biológico se detuvo (17 de septiembre de 2014), sigo deseando encontrarte sentado en la sala, viendo la TV, criticando la mala locución de los comentaristas y preguntándome cómo me había ido en el trabajo.
Hermano iracundo y sacrificado, con gran memoria musical y una sobredosis de análisis, un padre observador y sobreprotector:
te extrañaremos hasta que la promesa de la vida eterna nos reúna bajo el mismo cielo.
QEPD, Jorge, el Kalimán de los García.
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