Me distrae un perro salchicha y me traen el famoso té verde con leche, llamado matcha. La verdad, qué porquería de superfood, sabe a pasto con leche (mi madre bromea con lo mismo), pero mi orgullo me impide regresarlo, tons lo endulzo y lo bebo con grandes tragos, sin permitirle al líquido que se roce con mis papilas gustativas. A veces las culpo, por estar receptivas a ciertos sabores y "adormiladas" para otros. De otro modo no me explico porqué rechazo lo amargo y adoro lo dulce.
A nuestro lado está un hombre escribiendo y atrás de nosotras la barra de la pastelería que está rebosante de las exóticas delicias de este lugar, una casa de degustación de té y comida "orgánica".
Parece que le estoy agarrando gusto al pastito con leche, mientras me dedico a recordar los nombres chinos de la carta de té y pienso que me sería complicado aprender ese idioma. Bueno, en realidad, desde hace tiempo encuentro poco motivante aprender cualquier idioma. Me comunico poco.
Pero retorno a los nombres chinos porque la descripción de cada té me evocan imágenes lánguidas y bucólicas como de un atardecer de la National Geographic.
Me siento como dama de compañía venida a menos. O mejor dicho, una que habla otro idioma, a la que encargaron el cuidado de un viejito que no es de su familia. La enfermedad de mi mamá, de orden neorológico, es de esas que hacen perder la cordura a los familiares: ya no hay orden común en sus actos, todo es encontrar ropa húmeda en la alacena o latas de atún debajo de la tarja del lavabo.
Intento pensar en un orden secreto de sus actos, pero me domina mi función de dama de compañía, hago mutis y sigo comiendo.
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